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Es un tópico, lo sé, pero cuando cuando realizas una segunda parte, ésta depende mucho de la primera: ni puedes alejarte demasiado de ella –más cuando tu predecesora es una película “de culto”, como es el caso que nos atañe–, ni debes pretender contar lo mismo desde otro punto de vista o cambiando las situaciones y ya está: pensar que así puedes intentar engañar a cuantos más espectadores mejor, siguiendo el malogrado lema de “coge el dinero y corre”, que popularizó Woody Allen

Blade Runner 2049 es un poco de cal y otro de arena. No era necesaria una segunda parte de la mítica –al principio, fracasada– Blade Runner, pero ya se sabe cómo va esto de la falta de ideas y la necesidad de hacer caja. Innecesaria, pero sale airosa. No es una obra maestra, como han dicho algunos, aunque se deja ver (o más que eso). El “problema” es que está muy ligada a la de 1982. Aquella, a través de una historia muy sencilla –que no simple– trataba temas de gran profundidad humanística. En esta, buscando actualizar tecnológicamente su predecesora y crear una historia para impactar al público actual acostumbrado a grandes superproducciones, Denis Villeneuve dirige una película con una espectacular ciudad de Los Ángeles del futuro al más puro estilo cyberpunk que ya tenía la anterior, con unos efectos especiales a la altura de las circunstancias y una muy buena recreación de la patética ambientación –pienso que nadie querría vivir ahí–, también allende los límites de la ciudad…; y, en medio de todo eso, “mete”, por decirlo de algún modo, toda la carga humanística que tenía Blade Runner. Un poco como con calzador. Es decir: menos poesía y mucho espectáculo. Se repite, por ejemplo, la famosa frase de “más humanos que los humanos”, pero, aquí, suena forzada. Simplemente para homenajear la primera. La profundidad está supeditada a la espectacularidad.

Dicho de otra forma: mucho continente para un contenido que no muestra nada nuevo. Sigue hablando de cuestiones profundas, sí, pero no aporta nada a lo que ya planteaba Blade Runner: sobre la paternidad/maternidad, el sentido de la vida, quiénes somos y a dónde vamos, felicidad, vida y muerte…

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Hay algo que me ha llamado mucho la atención, en esta nueva película de los hermanos Dardenne. Su música. O mejor: su casi ausencia de música. Tan solo una sinfonía de Beethoven, incoada varias veces, y solamente seguida y terminada al final de la película, cuando acaba la historia. Como si los dos hermanos franceses quisieran decir: “aún no toca; aún se puede contar más y podemos hallar un final feliz”. O no: porque El niño de la bicicleta habla de nuestra vida: de la de hoy y de la civilización que nos rodea: en la que hemos caído o hemos provocado…

Cyril (Thomas Doret, en un papel debutante muy bien llevado a la pantalla) es un chico de doce años, abandonado por su padre en un orfanato, en principio temporalmente. En principio: el padre se ha ido. No es capaz de mantener a su hijo, y se va. Quiere emprender una nueva vida, sin el niño, que insiste en llamarle y en contactar con él: como sea, incluso escapándose, si es necesario. En una de estas escapadas, se cruza por su camino Samantha (Cécile de France), una peluquera de la zona que, viendo la situación, decide adoptar a Cyril los fines de semana.

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2020. Hace unos años, cuando veíamos películas futuristas, imaginábamos cuánto cambiaría el mundo, gracias a las increíbles escenas que nos presentaban: coches voladores, velocidades lumínicas, abrigos con aire incorporado… Hoy, parece que el futuro lo tenemos más cerca: vemos que habrán cambiado las cosas, sí… pero no tanto. En Real Steel (Acero Puro), el director de Noche en el museo o La pantera Rosa (2006), Shawn Levy, nos muestra un futuro bastante razonable, aunque lleno de máquinas que se matan entre ellas…

Charles Kenton fue un gran boxeador, hasta que fue sustituido por unas enormes máquinas robot que se destrozaban a puñetazo limpio. Desde entonces, el boxeo ya no es lo que era y Charlie se dedica a ganar algo de dinero apostando por sus robots en peleas con escenarios de lo más variopintos. Hasta que pierde su último juguete, destrozado por un toro. Es entonces cuando, sin quererlo ni beberlo, tiene que hacerse cargo, durante un verano, de Max, su hijo, al enterarse de la muerte de su novia, de la que no tenía mucha noticia. Así que, sin dinero y con un hijo que apenas conoce tendrá que buscarse la vida entre este peculiar deporte de hierro. Nada fácil, si no fuera por un peculiar robot sparring que, por casualidad, encuentra Max en un chatarrero.

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Ya hablé de esta película. Entonces loaba la gran obra de Clint Eastwood que, año tras año, es capaz de mostrarnos su buena mano para hacer buenas películas y, lo que más le honra, de hacer obras maestras. Casi a dos por año. En su momento fueron las de Iwo Jima: primero Banderas de nuestros padres (2006) e, inmediatamente después, por una necesidad de contar también el otro punto de vista, Cartas desde Iwo Jima (2006). Y le siguieron Gran Torino (2008) y El intercambio (2008). Ahora, esperamos Invictus (2009) -estreno en enero de 2010- y Hereafter (2010), donde, por primera vez, Eastwood se mete en el terreno de lo fantástico.

Gran Torino ha sido -según lo que dijo el mismo Eastwood- la última vez que se ponía delante de las cámaras. Tal como si fuera una especie de testamento que quiere dejar para la posteridad. De hecho, creo que realmente es así; una entrevista en la que este gran director, actor, músico y productor (con su Malpaso Productions) habla de una necesidad que tiene de buscar algo más que lo que nos rodea y deja lejos su tiempo de agnóstico, me lo hace pensar:

Antes tenía mucho más de agnóstico. No soy realmente una persona de religión organizada. Pero ahora soy mucho más tolerante con las personas religiosas, porque puedo ver por qué han llegado allí

Sus películas son mucho más «espirituales» -por decirlo de algún modo- y sus personajes, con una fuerte carga de humanismo (el hombre con cuerpo y alma).