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Steven Spielberg en su salsa: años 80 + ciencia ficción + anhelo de la infancia y necesidad paterna/materna. Todo ello, en Ready Player One. ¿Cuál es el resultado? Una película muy entretenida (para aquellos a quienes gusta este tipo de historias y cine), pero que no va a pasar como una de las grandes del Rey Midas de Hollywood.

2045 –no parece casualidad esta fecha elegida–, en un mundo distópico (concretamente en un triste, sucio y gris barrio de chabolas puestas una encima de la otra, cual edificios de dudoso equilibrio), vive con su tía Wade Watts (un irreconocible Tye Sheridan que debutó como niño en El árbol de la vida, 2011). En “un pequeño rincón de la nada”, como dice. Para más señas, huérfano de padre y de madre. Y en ese barrio habitan miles de personas hacinadas que, para evadirse de la realidad, se refugian en OASIS, una realidad virtual creada por el difunto James Halliday –interpretado por el ya “actor fetiche” de Spielberg Mark Rylance–, donde “puedes ser lo que quieras ser y hacer todo lo que quieras hacer” a través de un avatar (es decir, en completo anonimato). Un lugar perfecto en el que, quien quiera, puede competir para encontrar el “huevo de pascua” que dejó Halliday antes de morir y convertirse en el heredero de su fortuna.

Watts, bajo el avatar Percival y con la ayuda de otros, especialmente de Samantha / Art3mis (Olivia Cooke), parece dispuesto a conseguirlo. No obstante, Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn), empresario con un ejército de empleados avatares a su disposición, está dispuesto a lo que sea para impedírselo.

Al parecer, la película se aleja mucho del bestseller que adapta, cuyo autor, Ernest Cline, también firma el guion, con Zack Penn. En las redes, unos dicen que la mejora y, otros, que les habría salido más barato no comprar los derechos –cambiando el título– de algo que ni le llega a los talones. No lo sé porque no he leído la novela, pero, sinceramente, esta nueva historia del director de Cincinnati me ha animado a hacerlo. Y es que Ready Player One te hace pasar un muy buen rato, tiene momentos divertidos, acción y plantea temas interesantes –solo los plantea, todo hay que decirlo: no da para más y mejor era, en este sentido Minority Report– sobre qué estamos haciendo con nuestro pequeño maravilloso mundo y si no nos estaremos aislando demasiado en un mundo virtualmente falso.

[seguir leyendo en cinemanet.info, donde se publicó este artículo].

Anuncio publicitario

for-greater-gloryCon visión humana, un hecho parece cierto: Dios tiene, a veces, unos caminos muy difíciles de comprender; pero, tarde o temprano, uno acaba viendo aquello de que todo es “para mayor gloria de Dios”. Así reza el título de esta película que se estrena en España, el próximo 5 de abril, después de ser presentada –muy discretamente– en Madrid, durante la Jornada Mundial de la Juventud (agosto 2011), aún sin haber sido el estreno oficial, en abril del año siguiente.

For Greater Glory. La verdadera historia de Cristíada (o simplemente Cristíada, en México, donde fue un gran éxito) cuenta una historia que, desde siempre, ha sido un tabú en ese país latino. Y sigue siéndolo. Una guerra entre hermanos –una guerra civil–, que costó la vida de mucha gente.

En 1917, el gobierno mexicano instaura una constitución claramente anti católica. Con la llegada al poder de Plutarco Elías Calles (1924) empieza a aplicar a la fuerza la carta magna y siembra el terror en la tierra de la guadalupana. Pero el pueblo mexicano no quiere quedarse de brazos cruzados y organiza “La Liga”, un grupo repartido por todo el Estado que acabará armándose y organizando un ejército, al mando del agnóstico Enrique Gorostieta (interpretado con mucho arte por Andy García). De los cristeros, estaban los que decidieron pelear con las armas y, otros, con la paz.

Dean Wright “tan solo” había trabajado en cine como creador de efectos especiales. Digo “tan solo”, entrecomillado, porque no eran precisamente en películas de poca monta: en la segunda y tercera parte de El Señor de los Anillos, en el Titanic de James Cameron, en Las Crónicas de Narnia IAquí, debuta como director, y traspasa a los fotogramas una historia real –muy dura– sobre la Guerra Cristera (1926-1929). Él y Michael Love, guionista, han hecho una película muy digna y muestra los hechos tal como fueron: los que causaron muchos mártires, alguno de los cuales –entre los que destaca el niño José L. Sánchez del Río, de 13 años–, han sido beatificados y/o canonizados por Juan Pablo II y por Benedicto XVI [se puede leer una crónica muy buena de los hechos en esta página, que muestra las brutalidades a las que se vieron expuestos los mártires y que en esta película se muestran con muchísima más suavidad. Al martirio de Anacleto González, por ejemplo, me remito].

Acusaciones injustas

Algunos la han acusado de ser partidariamente pro-católica; pero me parece del todo injusto. En For Greater Glory no hay maniqueísmo. En los dos bandos meten la pata y provocan todo tipo de tropelías. Incluso, en un momento de máxima exaltación, uno de los sacerdotes protagonistas, rifle en mano, ordena quemar un tren entero… lleno de pasajeros. Será una culpa que le perseguirá el resto de su vida, aún sabiendo que la Confesión le permite redimirse (cosa que no pueden –y se nota, en la película, los del gobierno anti-católico–).

Digo que es injusta esta crítica porque, entre otras cosas, lo mismo deberíamos decir, llamándola pro-judía, de La Lista de Schindler o cualquier otra donde se cuente la realidad de lo que fueron los campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Ahí, Spielberg no me parece que haga propaganda: simplemente muestra unos hechos que nadie con dos dedos de frente se atreve a negar. Cristiada es una película contada por un presbiteriano estadounidense impresionado por una historia de heroísmo, de gente normal que se levanta en grito de defensa de su libertad. No por fanatismos; sino porque aman lo que creen. Hubo errores, sí. Pero la historia de los mártires es así: personas normales que dan la vida por quien saben que es mucho mayor que lo que, en principio, pierden (for greater glory).

Me parece espectacular –por muy intensa y metafórica– la secuencia del martirio de Joselito, beatificado el 20 de noviembre de 2005, por el Card. José Saraiva, en nombre del Papa. Con un particular via crucis, su stabat –su madre al pie del patíbulo–, y la crudeza de los soldados que lo ejecutan sin piedad.

Aunque tiene algunos breves momentos que pierden fuelle, las poco más de dos horas de metraje se siguen con mucha inquietud gracias a que está muy bien contada y no me parece que recurra a la que podría haber sido una trampa fácil: el sentimentalismo. Y a pesar de no haber tenido un gran presupuesto (comparado con lo normal en este tipo de producciones) –se nota, sobre todo, en las batallas–, la ambientación está bien recreada, la música hace honor a su compositor, James Horner (Braveheart, La máscara del zorro, Cocoon…), y tiene un buen plantel de actores: Andy García, Peter O’toole, Eva Longoria o Eduardo Verástegui.

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Esta es la historia de un caballo domado por Albert, hijo de un testarudo y pobre granjero, que después es vendido a un capitán inglés en su camino a la guerra –la Gran Guerra– y de cómo va pasando de mano en mano, ya sea porque es requisado, robado… o sencillamente porque su propietario ha muerto o ha sido asesinado…

Visto así, no hay quien siga. Pero no: hay más. En primer lugar, se trata de una fábula. La película que adapta la novela relatada por el propio caballo, escrita por Michael Porpurgo y que dirige genialmente –no podía ser de otro modo, viniendo del Midas de Hollywood Steven Spielberg es una fábula que habla de amistad y fidelidad, integridad y valentía. Humanidad, en definitiva. Aquí, los guionistas han decidido no dar voz al caballo –supongo que se agradece–, pero sí cobra un gran protagonismo y es el hilo conductor que nos lleva por los distintos bandos del conflicto y los variados campos de batalla.

Así, pues, nos encontramos ante una nueva película de guerra de Spielberg, pero sin profundizar en lo macabro de la situación. Todo lo contrario. Hay una batalla, en Francia, que recuerda un poco al desembarco de Normandía que filmó para Salvar al soldado Ryan (1998), pero esta vez no es tan sanguinaria como ésa. Aquí, el creador de E.T. prefiere explicar que en una guerra hay muchas personas buenas –en los dos bandos, aunque es verdad que carga mucho las tintas en los “futuros nazis”– que superaron miedos dándose a los demás. Incluso, se permite “el lujo” de ironizar sobre los grandes combates en la gran secuencia del caballo atrapado entre los alambres, en tierra de nadie: cuando es cuestión de ayudar “al más necesitado” (en este caso, el caballo), no hay enemistades que valgan. De hecho, es el guiño que hace a Feliz Navidad (2005): uno más entre los muchos que hay, como los que hace a John Ford o, incluso, a Lo que el viento se llevó (1939).

¿Estamos ante una obra maestra? No es de las grandes del director de Cincinnati, pero sí es buena, aunque muy larga –demasiado, sobre todo al comienzo–. La música, de su inseparable John Williams contribuye a hacerla muy épica, pero las aspiraciones generales se quedan cortas. Como ya vimos en Inteligencia Artificial (2001) o Minority Report (2002), a Spielberg le cuesta trascender.

Pero es una fábula. Lo repito de intento. Donde el valor de la amistad cobra mucha fuerza. No por la «amistad» entre el chico Albert y su caballo –al fin y al cabo, la amistad es siempre entre iguales–, sino por las múltiples relaciones que surgen entre todos los personajes. Es por eso que no hay ni buenos, ni malos: como el caballo va cambiando de manos, también lo hace –digamos– nuestro punto de vista. Los malos, lo son, porque se han corrompido (o les han corrompido). Es aquí donde Steven Spielberg remarca esta apuesta humanitaria. Aunque la constante exaltación del animal y, quizá, el demasiado sentimentalismo puedan hacer que cueste mantener el pacto de lectura propio de una fábula. En definitiva: un cuento fantástico de donde puedo sacar muchas y grandes –y buenas– conclusiones.

Se dice aquello de «año nuevo; vida nueva». Yo no me lo creo: no creo que en un minuto, un segundo, un instante…, el tiempo que pasa de la última campanada al nuevo año… en ese tiempo, digo, se pueda cambiar de vida. Sin más. Lo que sí es verdad -me parece- es que estas fiestas son un buen momento para llenarse de optimismo. Porque el mundo -lo que nos rodea y quienes tenemos más cercanos-, a menudo nos lleva a eso.

Pero a lo que venía. Vi un vídeo que me alegró la vida. De un hombre de cine, también. David Attenborough, hermano de otro gran hombre de cine, Richard -director, entre otras, de la magnífica Tierras de penumbra-. David es uno de los mejores documentalistas actuales. Capaz de dar vida cinematográfica a plantas o piedras, pone voz a un anuncio que lleva a elevar ese optimismo que decía al principio y decir: «pero, ¡qué grande es el mundo en el que nos ha metido su creador!». Por eso, ¡feliz año 2012, lleno de buen cine! 🙂

Y, por cierto, también el cine de 2012 nos promete grandes películas: Batman, The Dark Knight Rises (el 26 de julio); Sherlock Holmes, Juego de Sombras The Iron Lady (el próximo 6 de enero); The Hobbit (el 14 de diciembre); lo nuevo de Spielberg, War Horse… Y algunos reestrenos en 3D (por los que no creo que debamos tirar cohetes, la verdad): Titanic y Star wars, episodio I: La amenaza fantasma… Veremos.

En 1985 no existían “avatares” -aquellos “gigantes vestidos de pitufo”-; ni tampoco Jack Sparrow o paliduchos vampiros horteras que a un gesto de sus ojos son capaces de provocar el desmayo de toda una sala llena de espectadoras. En los 80 existían otro tipo de películas. No tenían grandes efectos especiales, pero uno disfrutaba con ellas.

Gremlins (1984), Regreso al Futuro (1989), Willow (1988), El chip Prodigioso (1987), Karate Kid (1984), Juegos de Guerra (1983), Indiana Jones (1981 y 1984), Rain Man (1988), E.T. (1982), Cinema Paradiso (1988), dos Star Wars (1980, 1983), Amadeus (1983) y un largo etcétera. Algunas -muchas- se convirtieron en míticas. Otras, simplemente pasaron a formar parte de la historia del cine… Acaso no sea casualidad que de vez en cuando alguien regrese a esa época. Spielberg la debe añorar mucho -en unas cuantas de las que he nombrado estaba directa o indirectamente implicado-, y por eso Super 8, de la que ya hablé y decía que se convertía en una nueva película nostálgica; y por eso, también -y porque me lo pidió alguien a quien se lo agradezco-, decidí volver a ver The Goonies: quería recordar los buenos momentos pasados. Volver a oír aquél “¡chocolatina!” y pasar las aventuras de un grupo de chicos en busca de un tesoro escondido y vigilado por un pirata muerto hace años… De hecho, sería un tesoro que les vendría de perilla a alguno de ellos porque su familia va a ser desalojada porque un ricachón va a tirar la casa para hacer un campo de golf cerca del mar.

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